JOAQUÍN RODRIGO a través de sus ESCRITOS. JOAQUÍN RODRIGO Through his WRITINGS.


(Español/English


Recuerdo de Beethoven «El español» 

Revista AMA (1970)

Va a hacer doscientos años que en Bonn (Alemania), una bonita ciudad cerca de Colonia llegó al mundo mientras caía la nieve, un 16 de diciembre, un niño que iba a ser el mejor músico de todos los tiempos. Un hombre que iba a hacer de la música un arte universal y sin fronteras. Ese hombre era Luis van Beethoven.

Su carácter, mezcla de arrebatos e impetuosidad, de delicadeza y ternura, le hizo que escribiera su música como los arquitectos de la Edad Media hacían las catedrales: llegando al corazón del hombre, pero sin-tiendo muy cerca a Dios.

Le llamaban «el español», por su tez cetrina y por sus ojos profundos y oscuros. Y, sobre todo, por su temperamento impulsivo, audaz y en nada parecido al de sus compatriotas. 

Beethoven hubo de soportar una pesada herencia que tanto tenía que influir a lo largo de su vida. Una madre tuberculosa, que moriría todavía joven, y un padre alcohólico y de carácter violento, que profesaba la fe: «la letra, con sangre entra». Obsesionado por el ejemplo del pequeño Mozart, que hacía algunos años había pasado por Bonn maravillando a todos con sus improvisaciones e interpretaciones, quiso hacer otro tanto con su hijo Ludwig, obligándolo a trabajar horas y horas sobre su espineta, incluso atándole a ella en más de una ocasión.

La vivienda de los Beethoven, que todavía se conserva en Bonn escapada de tantos bombardeos, era y es una especie de zaquizamí de techos bajos y reducido espacio. Aquí se amontonaban el matrimonio y tres o cuatro hijos, instrumentos, partituras, etc. Era una casa triste, doblemente triste, solo turbada por los estudios del muchacho o por los habituales gritos del padre cuando, después de su trabajo en la capilla del arzobispo, regresaba a casa bebido.

A trancas y a barrancas, a gritos y castigos, Beethoven se va haciendo un buen ejecutante y adquiere ciertos conocimientos de composición musical que le van a permitir, niño todavía, entrar al servicio del príncipe arzobispo en calidad de organista y contribuir así al mantenimiento de su familia con ingresos que no mermaba de manera tan considerable el vino.

En esta triste niñez y adolescencia hay, sin embargo, una luz; es una luz dulce y tierna, la casa de los Breuning, gentes de la mejor sociedad de Bonn, en la que el pequeño músico entrará como profesor de los niños y en la que, muy pronto, será considerado como un hijo más.

Beethoven enseña música a la hija y a su hermano y a cambio recibe lecciones de educación y buenas maneras, que tanta falta le hacen. Allí empieza a dibujarse su carácter, un poco taciturno, un poco orgulloso, con súbitos e inopinados raptos de mal humor, incluso con fugaces cóleras que le llevarán, a veces, a abandonar la casa tan querida y a la que vuelve siempre con noble arrepentimiento. Pronto vendrá la primera anécdota amorosa, al sentirse irresistiblemente atraído por la dulce serenidad de Leonora. Leonora quiere a Beethoven como a un hermano y así se lo hace comprender. Esta será la primera desilusión amorosa, pero la amistad con ella y con su hermano perdurará toda la vida. 

Conocemos el conmovedor detalle que, a la muerte de Beethoven, se encontrará en un bolsillo de una vieja casaca una amarillenta carta de Leonora, adolescente todavía, en la que le anuncia el envío de una bufanda hecha por ella para que no se acatarre en la fría Viena. 

Beethoven se ha instalado, definitivamente, en la capital austríaca después de diversas vicisitudes. Su talento e incluso su originalidad le abren pronto los salones de los grandes señores y su rudeza alemana y sus gustos provincianos se adaptan al refinamiento de la aristocracia vienesa.

Empieza a hacerse sociable, viste casi con elegancia, aprende a montar a caballo y hasta llega a tomar alguna clase de baile. Es profesor de la mejor sociedad, es bien recibido en todas partes, alcanza grandes éxitos como pianista y director, pero pronto estallará el terrible drama de su vida, el que modificará su carácter exacerbando y endureciendo aquellos rasgos innatos en él y que antes apuntábamos; aquel drama será la sordera.

Tiene entonces apenas veinticinco años y comienza a saborear los primeros triunfos como compositor. Es entonces cuando comenzará a notar los primeros síntomas de una sordera que se mostrará inexorablemente progresiva. Primero son zumbidos, más tarde ruidos Y, lo que es peor para un músico, distorsiones del sonido. Beethoven se aterra. Es, sin embargo, cuando vivirá uno de sus mejores momentos, al cruzarse en su vida Julieta, la linda condesa. Beethoven llega a olvidar el mal que implacable le acecha, pero el terrible y súbito abandono de que es objeto por parte de su amada discípula y el definitivo empeoramiento de su enfermedad le sumen en la desesperación. Irá incluso a atentar contra su vida. Tiene entonces algo más de treinta años, y la música está a punto de perder a uno de sus mayores genios. Sin embargo, la fe en su arte y el convencimiento de que algo muy importante tiene que decir le harán desistir del terrible empeño.

Beethoven, paulatinamente, se aparta de la sociedad vienesa, se encierra poco a poco en sí mismo y se torna más huraño; pero su música va a ganar en hondura, en inspiración. Podemos imaginar lo que supone para un músico en pleno triunfo verse casi privado, en aquellos años, de la facultad de oír. Cuando está un poco lejos no percibe bien las armonías y confunde los timbres de la orquesta. Poco a poco, el mal se agudiza, y acabará absolutamente sordo. Beethoven se encierra definitivamente en su casa. En sus últimos años, los raros amigos que van a verle tienen que escribirle sus preguntas y sus respuestas; poseemos los famosos Cuadernos de conversación. Beethoven no vive más que para la música y con la música. Si ha perdido la facultad de oír, su oído interno, afortunadamente, es cada vez más intenso. Resulta prodigioso que un sordo total amplíe, y de qué manera, el ámbito sonoro del piano, del violín, y cree un nuevo concepto de la orquesta, una orquesta que empieza a saber pintar y describir. Pero, sobre todo, la música de Beethoven, sin duda debido a su forzosa concentración, a su absoluto silencio exterior, se poblará de imágenes nuevas, interiores, venidas de lo más profundo de su ser. Él oye la música de un modo extraño, sobrenatural, se diría que contempla la música más que la oye; por ello, su complacencia en el contrapunto, en la fuga, en el apretado diálogo del cuarteto, en aquel como éxtasis, en el entrecruzamiento de líneas y en adentrarse y extraer la pura esencia de los temas en un agotador rebuscamiento de las formas puras de la tenaz investigación de una fórmula temática. Todo un constante renunciamiento a la vida y al amor, toda una entrega a su arte, están en estas últimas sonatas, en estos últimos cuartetos y, como milagroso contraste, en la Novena Sinfonía, el mayor himno a la alegría y al amor entre los hombres, que un día se amarán como hermanos.

Cualquiera que hubiera podido ser la belleza de la música de un Beethoven abierto al exterior, es indudable que no hubiera alcanzado esta profundidad, esta patética belleza basada en la serenidad de aquella contemplación de los fenómenos de la acústica interior. No hay, pues, adivinación sonora en su obra: él sabe escuchar y oye interiormente la música a través de un evanescente tamiz; de otro modo, no habría podido componer, pero esta portentosa facultad modificó su escritura, cambió su música. Su mensaje fue otro y nos vino de más lejos, casi del más allá.


Beethoven, “The Spaniard”

Magazine AMA (1970)

Almost two hundred years ago in Germany, in Bonn, an attractive town near Cologne, there came into the word, on the 16th December, as the snow was falling, a child who would become the greatest musician of all time. A man who would turn music into a limitless, universal art. This man was Ludwig van Beethoven.

His character, a mixture of rages and impetuosity, of delicacy and tenderness, made him write music in the way that mediaeval architects used to build their cathedrals: reaching to the hearts of men but feeling very near to God. They called him “the Spaniard” because of his olive skin and deep, dark eyes. And, above all, because of his temperament – impulsive, daring and nothing like his compatriots.

Beethoven had to put up with a troublesome heritage, which influenced so much of the rest of his life. A consumptive mother, who would die young, and an alcoholic and abusive father, whose professed faith was that “learning comes best with punishment”. He was obsessed by the example of the young Mozart who a few years before had passed through Bonn, amazing everybody with his improvisations and performances. He wanted to create another such in his son Ludwig, forcing him to practise for hours and hours on the spinet, even tying him to it on more than one occasion.

The Beethoven family house, which escaped so many bombings and still survives in Bonn, was, or rather, is, a garret of low ceilings and limited space. Here the parents, three or four children, instruments, scores, etc. were all piled in together. It was a sad house, intensely sad, only disturbed by the studies of the son or the regular shouts of the father who, after a day’s work in the Archduke’s chapel, would return home the worse for drink.

After a lot of problems, a lot of shouting and of punishment, Beethoven was becoming technically adept and had acquired a sufficient understanding of musical composition to allow him, still a child, to enter the service of the Prince Archduke, as organist. In this way he was able to contribute to the maintenance of his family with a wage that drink could not squander in quite so noticeable a way.

In this sad childhood and adolescence, there is some light. It is the kind and gentle light of the family home of the von Breunings, people from the best of Bonn society. Here, the young musician will become teacher to the children and, in a very short time, will be accepted as another of their sons. Beethoven teaches music to the daughter and receives in turn classes on behaviour and much-needed good manners. His character begins to develop: a bit taciturn, a little proud, with sudden and unexpected flashes of bad temper, even brief rages which sometimes cause him to leave that much-loved house to which he would always return with noble remorse. Soon he will experience his first love, finding himself irresistibly attracted to Leonora. Leonora loves Beethoven likes a brother, and she makes him understand this. It is his first disillusion in love, but friendship with her and with her brother will last for the whole of his life. We know of the touching detail that, when Beethoven died, a yellowing letter from Leonora would be found in the pocket of an old jacket. In the letter a still adolescent Leonora tells him that she is sending him a scarf, made by herself, to stop him catching cold in freezing Vienna.

Beethoven settled finally in the Austrian capital after a variety of difficulties. His talent, indeed his originality, open the salons of important people to him, and his German uncouthness and provincial tastes adapt to the refinements of Viennese aristocracy. He begins to go about in society, he is almost elegant in his dress, he learns to ride and even goes so far as to take some dance lessons. He teaches in the best society, he is well received everywhere, he achieves great success as a pianist and conductor, but the terrible drama of his life is about to unfold. It will change his character, exacerbating and intensifying those innate aspects that have already been referred to. That drama – deafness.

He is barely twenty-five years old, and is just beginning to enjoy his first triumphs as a composer, when he begins to notice the early symptoms of what will become an inexorably progressive deafness. At first it is just buzzings, then noises. And, even worse for a musician, sounds become distorted. Beethoven is terrified. However, it is also one of the best times for him, as the beautiful Countess Giulietta comes into his life. Beethoven even forgets the illness that stalks him implacably, but the terrible and sudden abandonment of him by this beloved pupil, Giulietta, and the definitive worsening of his illness, plunge him into despair. He even tries to take his own life. He is now little more than thirty years old, and music is on the point of losing one of its greatest geniuses. But faith in his art and the conviction that he has something important to say make him abandon that idea.

Slowly, Beethoven draws apart from Viennese society. Little by little, he retires into himself, he becomes more withdrawn. But his music gains in inspiration, in depth. We can imagine how it must feel for a musician in full flood to find himself almost deprived of the faculty of hearing. Standing only a short distance from the orchestra, he cannot perceive its harmonies, and he confuses its sounds. Gradually, the illness gets worse, and he ends up stone deaf. Beethoven shuts himself up in his house, once and for all. In his final years the few friends who visit him have to write down their questions and his replies; and thus we have the famous “Conversation Notebooks”. Beethoven lives only for music. Though he has lost the ability to hear, his inner ear, fortunately, is even more acute. It is quite extraordinary that a musician who is completely deaf can extend, and in such a fashion, the sound-world of the piano, of the violin, and can create a new concept of the orchestra, one that is starting to learn how to describe, to paint pictures. The music of Beethoven, undoubtedly because of his intense concentration, because of the absolute silence around him, becomes full of a new, internal imagery, drawn from the very depths of his being. He hears music in a strange, unearthly way; you could say that he “contemplates” it, rather than hears it. From this comes his pleasure in counterpoint, in fugues, in the taut, almost ecstatic, dialogues of the quartet, in the interweaving of phrases. He sinks into, and draws out, the pure essence of themes in an exhaustive elaboration of form that comes from detailed investigation of a thematic formula. The last sonatas, the last quartets, are all a renunciation of life and love, all a surrendering of himself to his art, and, as a wonderful contrast, the Ninth Symphony, the greatest hymn to joy and love among men, who will one day love each other as brothers.

Whatever might have been the beauty of the music created by a Beethoven open to the outside word, there is no doubt it would not have achieved the same depths, nor the emotional beauty based on the serenity of contemplating the phenomenon of his inner hearing. In his work there is no guessing at sounds. He knows how to listen, and he hears the music from within, through a filter, for otherwise he could not have composed at all. But this remarkable gift modified his composing, changed his music, and his message became different, coming to us from afar. Almost from another world. 


Traslation: Raymond Calcraft. Ex Jefe del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Éxeter. Director de orquesta y de coro.















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